El arte puede ser definido por su capacidad de configuración de mundos, así como se lee, en plural. Experimentar una obra artística es siempre perderse en una urdimbre de elementos y relaciones que toda producción evoca. Manifestación que, lejos de cerrarse, hace gala de su apertura permanente. Probablemente, el espectador se deleite en esa tensión que ejerce sobre él, tanto el no saber como su tentativa por cercar esa proliferación incesante de significados.
Encontrarse con las obras que componen las diversas series de Julieta Anaut no escapa a esta cuestión; más bien certifica, de modo fehaciente, esta condición. Su poética despliega una constelación que nos envuelve para ponernos en contacto con una escena que anuda, de modo preciso, arte, sacralidad, naturaleza y corporeidad.
A la vez, es una invitación a abandonar toda brújula, a perder el sentido de la orientación, ya que su poética del simulacro se ofrece como experiencia. Allí el artificio propone una cartografía de ensueño; tal vez por eso, extraviarse en ella se parezca, demasiado, a la vida misma.
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Si bien en Anaut la referencialidad aparece vía el retrato o la captura de lo natural, la irrupción de su poética está asociada a esta posibilidad de apertura que provoca el mundo digital, la cual pone en tensión la lógica referencial de la imagen. Las oportunidades que abre la utilización de los programas digitales para intervenir las tomas, también digitales, permiten la construcción de una imagen que señala su profunda devoción por la mise en scène.
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Esta cuestión permite instalar una pregunta: ¿En dónde aparecen delineadas estas mujeres propuestas por Anaut? Éstas asoman habitando un territorio sinuoso, en el cruce de un difuso límite entre lo propio y lo ajeno, entre la mitología y el círculo íntimo. Sus amigas o su propio cuerpo, como alter ego de aquellos cuerpos femeninos que han salido de lo profano para hallar la sacralidad. Como si se tornara necesario un movimiento que volviera porosa la membrana que pone a distancia lo sacro de lo íntimo, o bien, reconociera cierta sacralidad en la cercanía. Como ya se ha señalado, es así como opera su trabajo para darle entidad a un repertorio de imágenes-cuerpos provenientes de una mitología reconocible o difusa creada por la artista. Cruce que pone en escena las relaciones entre corporeidad, naturaleza, teatralidad y religiosidad.
Jorge Zuzulich, Buenos Aires, 2020.
*Fragmentos del prólogo del libro “Lo propio, la adoración, lo errante. Julieta Anaut”, Ediciones ArtexArte, 2020.
La práctica artística de Julieta Anaut ahonda en la relación entre lo natural y lo artificial, resaltando los contrastes entre los paisajes salvajes y los entornos urbanos. Su obra refleja una profunda conexión con la naturaleza, entretejida con referencias a la luna, santos populares míticos y diosas, creando una coexistencia armoniosa entre el cuerpo femenino y el mundo natural.
A través de su enigmática e íntima imaginería, Anaut invita al espectador a entrar en su universo personal, utilizando a menudo su propio cuerpo para expresar las marcas evolutivas de su identidad.
Originaria de Río Negro, una región rica en belleza natural, y residente en Buenos Aires, Julieta navega por estos espacios de contraste, sintetizando sus variadas experiencias en su arte. Julieta conecta hábilmente lo mítico con lo contemporáneo, mezclando temas antiguos con contextos modernos a través de elementos como los fósiles, la geografía y la literatura.
Sus obras evocan la añoranza de paisajes perdidos y una conexión cada vez menor con la naturaleza. Cada pieza encarna un ritual de creación, que refleja su viaje a través de sentimientos de desplazamiento, al tiempo que sirve como ofrenda a su exploración en curso. Anaut nos invita a contemplar los paisajes, los caminos, los objetos, las historias y los relatos que conforman nuestras vidas, todos ellos impregnados de magia y misterio.
*Texto utilizado para la exposición “The imagined land of belonging”, Elysium Gallery, Swansea, en el marco del “Ffoto Cymru International Festival of Photography”, organizado por Ffotogallery, Cardiff, Reino Unido, 2024.
El agua, con su naturaleza fluida y adaptable, sirve como una metáfora poderosa para pensar la imagen en movimiento en las obras de videoarte. Al igual que el liquido que corre y se transforma según su entorno, las imágenes en movimiento capturan la esencia de la mutabilidad y la transitoriedad del tiempo como material maleable para reflexionar sobre temas tan diversos como la identidad personal, el activismo climático, el paisaje íntimo y la poesía visual.
La imagen cristal, es una de las formas de la imagen-tiempo que Deleuze introduce para describir una nueva manera de entender la imagen cinematográfica, más allá de la simple representación de eventos cronológicos. Este concepto surge en contraposición a la imagen-movimiento, que está más vinculada a la acción y a la narración lineal.
Es una forma de imagen que captura la multiplicidad y la complejidad del tiempo, mostrando cómo diferentes momentos pueden coexistir y reflejarse mutuamente. Es una herramienta para explorar la naturaleza de la realidad y nuestra percepción de ella, especialmente en el contexto audiovisual.
En las obras de Julieta Anaut sus imágenes no solo representan un momento específico, sino que también reflejan capas temporales superpuestas, donde el pasado mítico y el presente se entrelazan. El uso del agua actúa como un espejo que fragmenta y multiplica el tiempo, revelando la ambigüedad y la riqueza de las transformaciones personales y culturales. Julieta evoca la figura trágica de Ofelia, coronada de hierbas, descendiendo por el río. En esta apropiacion, “Ofelia” abre sus manos en un gesto de ofrenda, soltando sus frágiles trofeos vegetales. La imagen-cristal aquí captura el momento en que Ofelia se precipita en el agua, encapsulando la dualidad del ser y la constante oscilación entre diferentes estados de existencia contemplando la resonancia del mito en el presente, revelando la complejidad de la experiencia humana y tensionando el concepto de identidad al entrelazar estas figuras míticas con su propia percepción y contexto cultural.
Lucia del Milagro Arias, Córdoba, 2024.
*Fragmento del texto para la exposición colectiva “Textos en el agua”, Bithouse Office Gallery.
Como es arriba, es abajo. El cielo y la tierra. Todos los paisajes que conocemos, los caminos que recorremos, los objetos que utilizamos, las historias que nos pertenecen, pero también la magia y el misterio que nos mueven. ¿Es posible armar un simulacro de estas experiencias? El ejercicio sería elegir y componer una imagen-altar con nuestros tesoros. Podríamos seleccionar las cosas chiquitas, las historias mínimas. Como si detrás o dentro de esas maravillas sencillas se escondiese una fuerza inmensa que sólo cada uno de nosotros puede ver.
A Julieta Anaut la podemos conocer a través de sus obras, precisas, enigmáticas, hermosas. Cada composición nos regala un testimonio de su recorrido. Territorios de la ruta argentina que habitó, recuerdos que la emocionan, personajes que la sorprenden y una naturaleza a la que adora y añora en igual medida. Ella nos ofrece su cuerpo para recordarnos que estamos, que somos. Entre el cielo y la tierra estamos nosotros. Su figura nos regala serenidad, no nos interrumpe con su mirada. Nos permite entrar en su relato sin forzar el sentido. Sus objetos son bellos, brillantes. Algunos suvenires vienen del mar. Sin intención, representa los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Julieta elige agregar simbólicamente misticismo, a través de una fe casi inventada. Quizás porque esos recuerdos tienen una magia entrañable e íntima, pero también porque así necesita recordarlos.
Su obra es un gran ritual: el registro, la selección de objetos, la fotoperformance, el montaje final. Este ejercicio es el corazón de su práctica artística, Julieta entrena su espiritualidad en todo el proceso. El resultado son poemas que funcionan como estampitas de su vida. Ella, en cambio, dice que reflejan una nostalgia de algo que no tiene, una religiosidad que le falta. Si nos conectamos con las imágenes percibimos lo contrario, una conquista poética de su entorno, de la naturaleza, de su cuerpo, de los cultos. Podemos reconocer las similitudes o resonancias propias, adivinar su recorrido, sus miedos y sus fantasías.
Julieta, quizás sin proponérselo, nos tienta a practicar y componer un relato que cuente quienes somos, dónde estamos, qué deseamos. Así añorar no es una abstracción, sino una posible costumbre que nos devuelve una suerte de fe en los encantos de esos momentos extraños, luminosos, cotidianos, nuestros. Ensayamos visualmente lo sagrado y lo mundano de atesorar todos los lugares, los objetos y los misterios en los que estamos y somos.
Lucía Seijo, Buenos Aires, 2019.
La obra de Julieta Anaut se despliega e involucra realidades y tiempos distintos. Un tiempo donde algo se manifiesta, donde una energía parece rodear a las cosas, y entonces, como dice el filosofo e historiador de las religiones Mircea Eliade, cualquier objeto puede devenir, en un momento y en un lugar, hierofanico, signo de lo divino.
En sus fotografías, Julieta Anaut acude a un repertorio de artificios que maneja con certera delicadeza. Con la intervención digital como base: el collage fotográfico, los cambios de escala, la unión de elementos disimiles y la incorporación de elementos con una fuerte carga simbólica refuerzan el vínculo íntimo que mantiene con la naturaleza, un elemento clave en su obra, y que en las fotoperformances y los videos -estos últimos con la colaboración de Ignacio Laxalde- y con ella omnipresente, tal vez muestren más claramente esos instantes rituales y míticos que marcan la desterritorialización de un territorio conocido por la territorialización de uno nuevo.
Su obra, como antes sugerí, dialoga con algunos de los nombres nombres más importantes del movimiento simbolista que surgió a fines del siglo XIX y que tiene su origen en el libro emblemático de Charles Baudelaire, Las flores del mal. Me refiero a Gustave Moreau, Gustav Klimt y Odilon Redon. Más acá en el tiempo, sus fotoperformances, por el ofrecimiento del cuerpo que pone en acto sus obsesiones, resuenan, en un registro más atemperado y menos mortificantes, los trabajos de Ana Mendieta y Regina Galindo.
Julieta Anaut -¿no resuena en su apellido alguna diosa egipcia?- sabe que el arte ama el enigma, que algo en él pide ser descifrado. Y allí va, como ella misma manifiesta, coronada de pájaros o vestida de enredadera, siempre con la soledad del paisaje como fondo de sus creencias y rituales; y con el afán de recomponer la ausencia de fe, a fin de generar un nuevo vínculo con el entorno.
Eduardo Médici, Buenos Aires, 2019.
*Texto publicado en la Revista Enlaces Nº 25, Diciembre 2019.
En las cuevas de Lascaux o las de Les Trois Frères se conservan los testimonios más antiguos de lo que hoy llamamos arte. Y son imágenes de leones, osos y toros, entre otros. De ahí en más la unión entre el hombre y los animales ha sido registrada en todas las manifestaciones artísticas, aún en aquellas más radicales como la performance. Las más reconocidas de la posguerra fueron las de Joseph Beuys con la liebre y con el coyote; en la primera intentaba “explicarle el arte a una liebre muerta”, pues decía que esto era más fácil que convencer a un hombre obstinadamente racionalista. En la otra, I like America, America likes me, el alemán dramatizó el encuentro con el instinto, aquello que los humanos acorralamos en los animales y desprestigiamos en los humanos. Le gustaba recordar que nosotros también somos parte de la naturaleza y por lo tanto colmados de instinto. En esta misma senda se inscribe la serie Fauna Latente de Julieta Anaut. El collage fotográfico le permite crear escenas de corte surrealista, un mundo mágico con animales que dialogan y conviven con los personajes, todos femeninos. Como lo hizo el pintor romántico Caspar David Friedrich en sus cuadros, Julieta también recurre a las ruinas de un templo cristiano para demostrar el carácter sagrado de su mensaje. El pintor romántico había renunciado al dogmatismo de la religión y pensaba que el misterio de la creación estaba en la naturaleza y no en la iglesia. De modo análogo Julieta Anaut –en algunas de sus obras- ubica a sus personajes en un escenario que tiene como fondo la iglesia abandonada, estableciendo una sacralidad no institucionalizada. Todas las mujeres de las fotos tienen algo de santidad, a veces cristiana, a veces pagana. En Santuario dorado se observa una mujer con cuernos de ciervo descansando (meditando quizá) en un paisaje montañoso, más atrás hay dos estatuas broncíneas que parecen objetos de adoración, una es el rostro de una mujer de cuello alargado y la otra un bovino echado. La “mujer cierva” nos remonta a los primeros tiempos de la humanidad, más precisamente al Paleolítico, cuando el rápido crecimiento de la cornamenta aludía a la fase creciente de la luna y por lo tanto el principio generador de vida. Así, la fuerza fecunda de la diosa tomó forma de serpiente, perro, pez, mariposa, abeja y otras tantas epifanías. Las aves aparecen una y otra vez en las fotos de Anaut, quizá como una metáfora del alma que emprende el vuelo, aunque hay algunas simbologías más precisas, como la lechuza atributo de la sabia Palas Atenea. Iguanas, perros, cuervos y otros tantos animales circulan en Fauna Latente, aparecen como pares de la mujer como iguales, y no como las bestias que Dios había creado para ser dominadas por el hombre, tal como sostiene el Génesis. Las obras de Julieta Anaut logran que paisaje, mujer y fauna recuperen aquella unión mística que nos integraba al universo, el “unus mundus” de los alquimistas.
Julio Sánchez, Buenos Aires, 2012.
Julieta Anaut escenifica rituales de regreso simbólico a la Naturaleza primigenia. No la naturaleza llana, aquella que perciben los animales, sino ese tesoro perdido del que sólo sabe la humanidad desde que comenzó a cultivar sus propios frutos. Ese es el origen de la palabra cultura, y también del castigo divino que desplazó el Edén fuera de la Tierra.
Ese territorio mítico es el que habita en sus fotoperformances Julieta Anaut, primero poniendo en escena su propio cuerpo y, en esta serie, contando con la concentrada complicidad de un grupo de jóvenes mujeres. El tránsito entre las primeras obras –aquellas en la que la artista se define, como Alejandra Pizarnik en sus versos doloridos, yo soy la ofrenda– y La llegada de las mujeres silvestres testimonia el sentido de salvación implícito en todo sacrificio.
Ellas nos guiarán –promete Anaut- en este viaje que no sólo une el pasado con el presente sino también la cultura con la naturaleza. Las mujeres silvestres atraviesan esa frontera que no tiene lugar más que en la intuición sensible. La artista no esconde en sus imágenes ninguno de los artificios: los saltos de escala, la unión de elementos incongruentes, nos hablan de un territorio que está más allá de las leyes de coherencia que reglan nuestro mundo y sus representaciones.
En efecto, lo que aquí está en juego no es la naturaleza virgen –si es que algo de ella persiste en el mundo- sino la infinidad de signos que, desde las más diversas culturas, testimonian su pérdida. Deidades grecorromanas, estampas cristianas, vírgenes mestizas del Barroco andino, heroínas románticas del siglo XIX, bodegones flamencos, el horizonte que resume el paisaje sublime… todo ello convive sin pudor en las fotografías de Julieta Anaut. Sin embargo, esta naturaleza recreada, como afirma la artista, tiene por fin la alegría. Lejos de la bancarrota del lenguaje –tan cara a los teóricos del arte posmoderno- la libertad de estas imágenes transmite una rara fe, un optimismo.
En este sentido, podemos afirmar que la obra de Anaut recrea también, en el espíritu de un lenguaje contemporáneo, la tradición de la performance ritual que, en los años 60 y 70, tuvo en América Latina a artistas de la talla de Ana Mendieta y Lygia Clark, y que, en la Argentina, tuvo escasa repercusión. Otro modo, en suma, de religar tiempos y fronteras, esta vez en el campo de la historia del arte.
Valeria González, Buenos Aires, 2011.
Las obras de Julieta Anaut son una invitación al goce estético y a la reflexión. Cuando se las contempla se siente una gran dicotomía entre lo que somos como humanos y lo que somos como animales. Alegoría Simbolista pone en tela de juicio la dualidad naturaleza-humanidad. Humanidad representada por la mujer. Mujer alienada, ajena a esa naturaleza que la creó. Creación que se aleja de ese mundo natural olvidándose de sus orígenes y que se sumerge cada vez más en la vorágine del mundo urbano.
A partir de todas estas alegorías simbolistas que propone Anaut, la mujer vuelve a reconocerse como par de los animales, de las plantas y de los mares. Hermanada nuevamente con la naturaleza, recorre mitos paganos y creencias religiosas, no ya como relatos contados sino como una realidad vivida de la que es protagonista. A través de estos fotomontajes, pinturas y dibujos encontramos el equilibrio entre lo divino y lo humano, lo bueno y lo malo, lo duro y lo frágil, lo natural y lo artificial, estos opuestos y semejantes que exponen que uno no es sin el otro. Cada una de estas obras cumple con el rol de recordar de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Ana Clara Giannini, Buenos Aires, 2011.
“Árbol de la esperanza, mantente firme”, dice Frida Kahlo a través de un cuadro pintado en 1947. Esta afirmación de la voluntad se vincula desesperada a nuestro tiempo de velocidades infinitas, de naturaleza literalmente muerta, de ausencias calificadas. Contenida en una suerte de escenarios buscados a través de la cámara y una mujer que trata de encajar en ellos, Julieta Anaut actúa como materia de su propia creación, ofreciendo su cuerpo al personaje que nació como una sirena, expulsada de su hábitat, arrojada a su suerte y a vagar como una integrante de dos mundos.
¿Estamos dónde queríamos estar? ¿Hemos roto la cadena mágica de sucesos que solían dejarnos justo en ese lugar? Destierro del mar es un retrato presente de esa sensación concreta que brota de la piel e intenta un recorrido desde lo impuesto hasta lo natural, desde la “evolución” a lo primario. El mar, testigo omnipresente de esta fuente inagotable de expresión, se convierte en apenas el prólogo de un destino teñido por el azar y una misión: entregar un símbolo de amor y tregua a un sitio ajeno, remoto y sin la calma de su punto de partida.
Emilce Schedel, Buenos Aires, 2009.
“Esta cuestión permite instalar una pregunta: ¿En dónde aparecen delineadas estas mujeres propuestas por Anaut? Éstas asoman habitando un territorio sinuoso, en el cruce de un difuso límite entre lo propio y lo ajeno, entre la mitología y el círculo íntimo. Sus amigas o su propio cuerpo, como alter ego de aquellos cuerpos femeninos que han salido de lo profano para hallar la sacralidad. Como si se tornara necesario un movimiento que volviera porosa la membrana que pone a distancia lo sacro de lo íntimo, o bien, reconociera cierta sacralidad en la cercanía. Como ya se ha señalado, es así como opera su trabajo para darle entidad a un repertorio de imágenes-cuerpos provenientes de una mitología reconocible o difusa creada por la artista. Cruce que pone en escena las relaciones entre corporeidad, naturaleza, teatralidad y religiosidad.”
Jorge Zuzulich, Buenos Aires, 2020. Fragmento del prólogo del libro “Lo propio, la adoración, lo errante. Julieta Anaut”, Ediciones ArtexArte, 2020.